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miércoles, 11 de agosto de 2010

En un país imaginario

Blog "Ataxia y atáxicos".

Por Bartolomé Poza Expósito, paciente de Ataxia de Friedreich, residente en Barcelona.

NOTA: Para ir al libro, de acceso gratuito, "Mi pequeño diario", escrito por Bartolomé Poza Expósito, paciente de Ataxia de Friedreich, hacer click en:
http://www.miguel-a.es/BPMILI/

Nota: Hoy me escudo tras mi promesa de colgar TODOS los textos, sin excepción, de los pacientes de ataxia, y sus familiares, que deseen colaborar en la edición del blog "Ataxia y atáxicos"... para cometer un pecadillo de falsa modestia. En realidad, a ningún tonto (nunca mejor dicho) le amarga un dulce.

“En un país imaginario”.

Los ruidos callejeros agobian mis sentidos. No hay quien se libre de ellos. Hubo una época, no lejana, en la cual, de vez en cuando, aparecían edictos municipales haciendo referencia a los ruidos... para evitarlos en lo posible, o, por lo menos, para reducir su volumen y sus efectos, que, en ocasiones, llegaban a alcanzar límites alarmantes.

Hace unos días, visitando a un amigo enfermo, tuve ocasión de comentar, largo y tendido, sobre la dudosa eficacia de tales disposiciones oficiales. Si, por una parte, esta clase de normas previenen o mitigan cien ruidos innecesarios, existen otros muchos a los que no damos importancia las personas sanas... pero que existen... y para éstos no reza ninguna disposición legal... ni siquiera puede haberla, porque la solución se trata de problemas de estética, de delicadeza y de sentido común, o de las tres cosas a la vez. Es algo difícil de solucionar sin la existencia básica de una educación perfecta.

En efecto, los enfermos de los hospitales están resguardados contra ruidos por el propio ambiente. A nadie se le ocurre alborotar en el pasillo de una clínica en el que se abren varias puertas, correspondientes a otras tantas habitaciones en las que descansan únicamente enfermos y convalecientes. Y, para más, en muchos casos, lo prescriben taxativamente algunos cartelitos, colocados estratégicamente, invitando al silencio.

Pero en una casa particular, o en un piso, en el que vivimos la inmensa mayoría de los mortales, en las grandes ciudades, ya es otro cantar. Y mi amigo enfermo iba enumerando los ruidos que se producen todos los días en una casa situada precisamente en el centro de la ciudad... sin el ajetreo propio de los barrios fabriles o industriales, en que es muy natural y comprensible el ruido de engranajes, chirriar de ruedas, y fragor de maquinaria durante las horas de trabajo.

A primera hora de la mañana, nos sorprende, cual toque de diana militar, la trompeta del basurero con su estridente llamada... y, por si no bastara el ruido del instrumento durante un cuarto de hora, mientras se va acercando... al llegar al portal, el celoso funcionario se mete en el mismo hueco de la escalera y suelta allí un trompetazo a pleno pulmón... que resonando horriblemente en la casa entera, marca la cita de todas las fámulas del vecindario para deleitarnos con una infernal algarabía: saltando alegremente, cantando, silbando, golpeando en todas partes con los cubos de la basura, cuyas tapaderas producen un enorme estruendo al caer (y se caen continuamente), chillando y riendo, subiendo y bajando con el ascensor, y dando el portazo final al meterse de nuevo en el piso respectivo.

Luego están los ruidos de la calle. Son de todos conocidos. ¿Se han fijado ustedes en el carretón, o carros vacíos corriendo sobre el adoquinado? ¿Y los camiones y motos con el tubo de escape libre? ¿Y las bocinas de los vehículos? ¿Y la radio del vecino? ¿Y los niños bajando las escaleras, saltando tres o cuatro peldaños? ¿Y el trapero dándole a un extraño gongo y gritando con voz estentórea su presencia? ¿Y el perro del vecino enfrente, ladrando a cualquier hora? ¿Y el estudiante de violín de al lado, con su repetida musiquita? Y... en fin... ¿para qué seguir...?.

Y mi amigo concluía: “Ahora veo con cuánta razón extrañaba mi profesor de inglés tantos ruidos en este imaginario país, cuando en su vieja Albión, nadie osa dar un solo grito por la calle... donde, hasta los vendedores de periódicos, llevan un gran cartelón indicando los titulares, pues tienen prohibido pregonarlos. El “teacher” quedó tan entusiasmado de nuestro país, que a los pocos días de estancia en esta ciudad, sin pérdida de tiempo, escribió a su esposa, llamándola con estas palabras: “Ven, my dear. En España se puede tocar el piano hasta media noche sin que el piliceman te eche ninguna multa...”.

Con afecto, a Miguel Ángel Cibrián Dehesa: Privilegiado por vivir en un pueblo auténtico de silencios, familia y buena gente... y no en este "imaginario país", con el me identifico plenamente. Llegué, procedente de un pueblo, a principos de los años 70. Yo mismo, cuando trabajaba como cartero, anunciaba mi llegada a toque de silbato, por no haber buzones ni timbres en las viviendas.

Bendito tú, Miguel Ángel. Cuánto me gustaría conocerte en persona: hablar contigo en ese pequeño pueblo de cuarenta habitantes... y no en esta enorme ciudad... cruel como todas las ciudades grandes... donde, para que te vea un médico de cabecera, tienes que pedir hora diez días antes... y si es un especialista, te dan cita para el año que viene....

Perdona por haberme alargado en la expresión mis sentimientos, pero tú bien vales estos extensos cariños.

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Sección "PowerPoint del día":

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Las siete virtudes capitales.

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